martes, 5 de abril de 2011

Mi padre

Eterno compañero

Hoy, mi padre habría cumplido 117 años, si no hubiese sido por esos 24 que partió. Siempre le recuerdo, y si algunos días no lo evoco, ha de estar presente, en cada sueño, en cada camino por decidir, en una justa que ambiciono o en una pregunta sin respuesta, en todas ellas, el esta. Como quien quiera sacar revancha por esos días que no compartí. Qué habría obtenido, si hubiéramos alargado las azarosas caminatas  por las calles de nuestra ciudad y por  esos montes de tayangos y tolas. De seguro, más lo habría conocido, cuántas preguntas quedaron interfectas o lacradas, para que las cerraduras roñosas del tiempo, hayan de denegarse a unas preguntas, al intimar abrirme paso a su pasado, que con estimula arrogancia escudriño unas respuestas. A pesar del tiempo, quedan aún vivas, aquellas estampas de mi padre. De aquel personaje arcaico, osco, de rostro marchito, bronco y firme en sus terquedades, pero de seguro en el fondo de su alma tenía guardada su ternura, que con apretado recelo se negó a soltarla. Pero alguna vez, con mis ocurrencias de niño, doblegue la aspereza de su rostro, para romperla en una estrépita carcajada; fue un disfrute para ambos, el trueque del atrevimiento púber por la complacencia de su afecto mostrado en una sonrisa. Las lecciones que me prestó,  a puertas de mi pubertad, ensayando cubrirme de coraza, como quien experimentado combatiente adiestra a un novato para una dura afrenta por venir. Recuerdo, estando posados en sus suelos ancestrales, me enseño las técnicas para hacer el lazo  y lazar a un dócil o brioso jamelgo; al cabo de algunos días, osarme ensillar su potro preferido y prohibido, para remontarme a galope y a golpe de tacones sin espuelas, por senderos no habidos pero si conocidos por el sabido corcel. Para luego recibirme con su ceño fruncido, pero por dentro quedó complacido, yo con disimulo observé, dando por entendido su escondida comodidad; pero al final, qué me habría costado una reprenda, cuando la presa ya lo disfrute, que bien que estuvo en mi plato. Alguna vez, jugué con éste veterano hombre, cuando sus temblorosas y marchitas manos, pusieron sobre las mías, un bolero de madera, para demostrarme con asombro, que a pesar del tiempo mantenía su destreza, de aquel juguete que en sus años mozos su maestría disfrutó; de cada lance pocos fallaba, volteretas repetidas, volteretas al revés; y hoy de vez en cuando, repaso aquellas volteretas, con aquel juguete, que aún conservo, y que se mantiene a pesar del tiempo transcurrido, como si tuviese vida, presagiando que algún día, ya mis temblorosas manos le han de dar en relevo hacia otras manos, las de mi hijo.

Como no recordar también, a esas calles de mi pueblo blanco, cuyas veredas se veían tan amplias a pesar de su estreches; por ellas trajinaban otros hombres, los que andaban sin capa y sin espada, estos eran hombres intrépidos, dignos de ver, y que hoy es gracia recordar. Entre ellos hoy evoco la figura de mi padre; un caballero que no estaba cubierto de acero, ni montado en un caballo de guerra; caminaba erguido, sin desafiar a nadie en su paso. No transitaba en la espesura del bosque al acecho del hostil clandestino. Sin ser dueño, de lo que le rodeaba, se sentía como un pez en el agua. Era su manía transitar casi al borde de la vereda, el espacio despejado, entre él y la pared, le ha de pertenecer a alguna dama, marcaba con acento. Para esa galantería no tramada, su costumbre de vestir, un traje de afilado casimir, una apretada corbata que le hacía juego y como adminículo principal un borsalino de fieltro sobre la cabeza, con encajada pulcritud, como si fuese una sola pieza. Cuando una dama, o alguien conocido, se avecinaban por la vereda opuesta; sin perezosa apuesta, su diestra elevaba el borsalino a unos centímetros de su cabeza, con bordada reverencia y  punteado de  buenos deseos de su otorgado juicio. 

Hoy 5 de abril, no he de perder la memoria, ni por los 24 años, del que se fue. Me han de acompañar en mi repaso, los maltratados caminos de esos montes de tola, el perdurable bolero y una percha vacía, donde cabía más de un sombrero. Y este simple mortal ha de seguir su camino, si es que no me para un 10 de julio, como el día, en que se fue, mi azaroso y viejo compañero: Hasta pronto don José. Recordado padre.

¡Cuántos años hace ya, que te fuiste sin despedirte
me dejaste con la mano apretada en el bozal
de aquel jaco gris que hoy cabalga desbocado,
sin levantar polvo creyéndote dormido.

Escucho aún el correr de un menguado manantial
algunas ramas dan sombra en el camino,
yo que más te puedo contar.
ya el Nashe se fue a tu encuentro
diciendo que tú lo hiciste llamar.

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